Los niños comenzaron a comportarse de manera grosera y a faltar al respeto a los mayores, incluso entre ellos mismos, sin que nadie les dijera nada. Los docentes, por su parte, se abstuvieron de corregir la indisciplina de los alumnos por miedo a ser enjuiciados por los padres.
Poco a poco, la idea de que podían atropellar los derechos de sus semejantes se fue incorporando en la mente de las personas, lo que generó una gran cantidad de conflictos en la comunidad.
Un día, un anciano del pueblo decidió hablar con los habitantes para hacerles entender que la tolerancia permisiva estaba generando graves problemas entre los pobladores y que era necesario tomar medidas para corregir estas actitudes.
Explicó que todo ser humano tiene derechos, pero que estos terminan donde empiezan los de los demás, por lo que era necesario enseñar a los niños a respetarse a sí mismos, a sus padres, a sus profesores y a todas las personas que los rodean.
El anciano propuso realizar una serie de actividades que permitieran diferenciar y segregar las conductas repudiables de las admirables, para que las personas pudieran aprender a desarrollar una consciencia crítica que les permitiera corregir sus actitudes antisociales hasta convertirse en seres sociables.
Los habitantes del pueblo decidieron seguir el consejo del anciano y comenzaron a trabajar juntos para erradicar las conductas groseras y de mal gusto. Los padres comenzaron a corregir a sus hijos cuando se portaban mal, los docentes a sancionar la indisciplina y todos comenzaron a respetar los derechos de los demás.
Poco a poco, la armonía volvió al pueblo y las personas volvieron a ser amables y solidarias entre sí. La tolerancia adecuada, aquella que se basa en el respeto mutuo y la convivencia pacífica, se convirtió en el valor fundamental de la sociedad y todos aprendieron a vivir en armonía y paz.
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